miércoles, 27 de junio de 2007

CUENTO BASADO EN UNA EXPERIENCIA REAL


MI NIÑO RUMANO:

El Primer día de clase veo a un par de hermanos cogidos de la mano de una mujer que parecía extranjera. Veo en sus ojos que desconoce el idioma, que anhela quizá saber donde tendrán que ir sus hijos, con qué profesor, quizás espera que alguien la mire a los ojos, descubra su angustia y se dirija a ella.
Como no tengo tutoría por ser profesor de música, ayudo a la jefe de estudios a colocar a los chicos nuevos. Me acerco a la mujer deseando que entienda algo de nuestra lengua. Pero al hablarle veo en sus ojos que no imagina siquiera lo que le digo. Ella intenta adivinar lo que le digo y yo intento adivinar lo que ella adivina. Parece acento ruso. Le pregunto si es rusa, y ella me contesta que es romania.
Bien, algo se aclara. Creo que el rumano, por ser lengua latina es más comprensible e intento decirle que hable despacio. Tres frases después descubro que el rumano es para mi tan difícil como el tagalo.
Uno de sus hijos, al que llamaremos M, me mira con ojos grandes, se abraza a su madre y no sé si esos ojos asombrados quieren saber algo más de lo que comprende. Le toco el pelo, pregunto a su madre el nombre de sus hijos en el lenguaje más antiguo del mundo. Me señalo a mí mismo y digo mi nombre, Gregorio, luego señalo uno de ellos y le hago señas con los hombros. La madre comprende y sonríe: C. Luego señalo al otro. La madre sonríe de una manera especial que mi corazón comprende inmediatamente y me dice su nombre: M. Mientras repite su nombre acaricia su cara asustada y parece decirme con su mirada y en su idioma algo que comprendo inmediatamente. M es distinto.
Como padre de un niño con síndrome de Down conozco esas miradas de las madres, de las abuelas, de las hermanas que al presentar a su niño dicen con los ojos todo lo que fríamente diría un certificado de minusvalía.
Intento repetir el nombre de los chicos y estos sonríen al ver la dificultad de mi estropajosa lengua para articular acentos y consonantes extrañas. Luego doy la mano como a un Hombre al primer chico y me la responde apretando con la firmeza de un niño de ocho años. Luego alargo de nuevo la mano hacia el otro jovencito y este se refugia detrás de la madre. Ella sonríe mientras se dirige a mí en lo que puede ser una disculpa o una petición de comprensión. El niño abre sus grandes ojos al máximo. Quizás no quiera separarse de la madre, quizás no le guste mi cara, mi hermoso cuerpo de cien quilos o mi barba blanca.
Sonrío y me quedo con la mano alargada, mientras espero a que la madre le cuente en su idioma que debe de darme la mano a mí.
Mientras, pienso, herido mi orgullo, por qué no he conseguido cautivar a este pequeño. Cuando voy por los pasillos los pequeñajos del centro me llaman por mi nombre de guerra: Papá Noel. Me ha costado años ganarme ese nombre y para ello he utilizado mi cara de buena persona, mi barba blanca, mi pequeña estatura, mi hermosa barriga natural cien por cien y sobre todo, disfrazarme cada año de Santa y repartir caramelos por todo el parvulario, recoger las cartas, besar a los mocosos de infantil y pasearme con la campana por todos los pasillos.
Vuelvo a mi estado natural y veo que el pequeño sigue sin acercar su mano a la mía. Hay muchos chicos mirando, observando con cara de interés a estos niños extranjeros, las chicas quizás pensando que son muy guapos, o feos, y los chicos pensando si le podrán en las peleas del recreo o si jugarán bien a fútbol.
Como me ven con una mano alargada y con cara de estar pensando en otra cosa, uno de mis alumnos me dice con tono de pequeño reproche: este no lo entiende, don Gregorio, es extranjero...
Pero en ese momento, con un brillo especial en los ojos, con la cara iluminada como el que acaba de descubrir una bolsa llena de tazos sin dueño, el pequeño rumano me señala y dice a gritos señalándome con un dedo divertido: Papa Noel, jo-jo-jó
Y luego comienza a aplaudir como un bebé mientras la madre sonríe algo avergonzada, su hermano se tapa la boca esperando el terrible castigo del maestro extraño y los niños que le rodean corean a voces con él: papa-noel-jo-jo-jó.
M, el chico rumano, se siente héroe, comprendido, alabado, vitoreado, feliz de ver que todos se divierten con sus escasas y universales palabras y repite hasta la saciedad su ingenuo descubrimiento. Jo-jo-jó.
M lleva siete meses en el colegio y cada día, al cruzar nuestras vidas por los pasillos él, divertido, me da la mano, me besa en la barba y me dice mi nombre de Papa Noel. Yo digo el suyo, le devuelvo el beso y cuando se aleja por el pasillo, le doy una ligera patada en el trasero que él agradece con una risotada.

Con todo mi cariño a Magdalí, rumano de 11 años, alumno de integración, que ha conseguido alegrarme cada día de escuela con una sonrisa.

Por Gregorio Sánchez Leiva

3 comentarios:

Juan Bueno dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Juan Bueno dijo...

Juan, el dire del CEIP Andalucía. Todavía me conmuevo con las historias que Gregorio narra con la maestría de un viejo lobo de mar dominando su barco. Historias llenas de vida en una escuela que está viva. Desde aquí mi simpatía, cariño y admiración a este maestro que siempre me sorprende. También él con su cara nos alegra muchas mañanas la carga de nuestro trabajo. Espero que este "busy man" encuentre siempre hueco para nuestra escuela,con sus excesos, con su oronda barriga nos hace más humanos. Siento a veces no disfrutar más del día a día escolar, enfrascado en las grises ocupaciones de la tarea administrativa. Gregorio, haremos un lugar para imaginación, la risa y la fantasía que tanto te gustan. Sólo es cuestión de proponérselo con el optimismo de la voluntad.

Anónimo dijo...

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